Cuando fui destinado al Regimiento Fijo de Lusitania y enviado a la ciudad de San Luis, conocí al capitán Leyba.
Me acuerdo de que llegamos cuatro. Dos estaban amarillos, se habían pegado toda la travesía soltando hasta la primera papilla, el tercero era un mozo recio y enorme, colorado y que hablaba de castellano lo justo, Blas de Oñate se llamaba y ni se había enterado. Miraba al capitán desde arriba con respeto. Y estaba yo. Al que la vida y las circunstancias me habían hecho entrar en milicia hacía ya casi diez años…Cabo artillero de primera…Todo un cargo. Por eso el capitán se vino hacia mí, tras pasear sus ojos fríos por los cuatro inútiles que la Corona le enviaba:
-¿Conoce el Trubia de a ocho libras, cabo?... Me pregunta, mirándome muy fijo. Me está escarbando las tripas con esa mirada…
- Sí, mi capitán… Yo también le miro…De soldado a soldado. No soy uno de estos bisoños, capitán…
- Aquí solo tenemos uno de esos…Solo uno…Así que adiestre a estos, los miraba con una mezcla de pena y desprecio en su mirada, y cuídeme ese cañón…
- A la orden, mi capitán…Dije, tan tieso que mi espalda me dolió el resto del día.
Y cuidé del cañón, al que bautizamos “Espantaviejas”, porque cuando tirábamos salvas los domingos, antes de la Misa, las ancianas indígenas que poblaban los alrededores, huían despavoridas. Nunca se acostumbraron a los cañonazos.
Y enseñé al vasco Blas, a manejar el trasto y a hablar castellano, porque su idioma montañés, no había Cristo que lo entendiese. Era una bestia, movía él solo la cureña y encaraba a “Espantaviejas” hacia el objetivo. Y a Pedro y Pablo que eran vecinos y amigos, reclutados a la fuerza tras una borrachera en su Manzanares natal, les enseñé a recargar, a enfriar, a meter la estopa y el proyectil. Eran buena gente, pero iban a su aire, a su avío, se protegían y cuidaban el uno del otro. Estábamos allí destinados veinte soldados, aparte del capitán, cada cual de su rincón de España, cada uno de su padre y de su madre…Además vivían allí casi mil almas, entre colonos, familiares de la guarnición, mercaderes, esclavos…Una España en miniatura, con sus paseos dominicales y sus mentideros donde se despellejaba vivo a todo dios, con sus miserables pidiendo en la puerta de la iglesia, con sus hidalgos, con sus oropeles, con sus damas, con mucha miseria y abandono, subsistiendo de puro milagro.
Hay mucho trasiego de colonos herejes. Van y vienen proclamando nosequé república y declarándose enemigos de los ingleses. Y ya se sabe, mientras se trate de fastidiar a la rubia Albión, allí habrá un español para ayudar…
Nuestro capitán se cartea mucho con un tal Clark, jefe de los rebeldes allí en Misuri. Lo se, por que últimamente el capitán comparte charlas y botellas conmigo. Dice que soy más letrado y despierto que el sargento López, su segundo al mando. Un día me pilló leyendo un libro, una ajada edición de las Novelas Ejemplares del gran Cervantes, no me dijo nada, pero en mi siguiente guardia apareció y se puso a preguntarme cosas. Y vaciamos una botella de buen vino. Te doy licencia para beber-había dicho…
Es extraño y contradictorio el capitán Leyba. Mientras hablas con él te da la sensación de que lo haces con alguien muy cansado. Alguien al que una bilis amarga le corroe las entrañas. No es rencor, ni amargura, ni odio…Es otra cosa, resignación. Aceptar una realidad, porque no hay otra. Es lo que hay.
Cuando habla de España y sobretodo de nosotros, los españoles, se te ponen los pelos de punta de las cosas que dice. Palabras que harían que cualquiera sacase su espada oyendo hablar así de su patria…Pero algo dentro de ti se remueve, amargo. Sabes que cada frase, cada hecho, cada palabra es tan cierta y verdadera como que hay Dios.
Y se te retuercen las tripas. Y te quema la sangre en las venas. Y le das al vino un trago, que deja la botella temblando. Y el capitán Leyba sonríe:
- Estas cosas solo se pueden hablar con alguien que lea libros…Que los lea bien, claro…Como hace usted, cabo…
Nunca jamás nos tuteó a ninguno. Y si escuchaba a alguien despotricar o hablar mal del Rey o de España, lo mandaba apalear en la plaza como escarmiento. Y cuando pasaba junto al mástil donde ondeaba nuestra bandera, siempre se detenía y la saludaba bajando la cabeza…. Un tío raro el capitán. Raro pero valiente y decidido.
Ya estaba enfermo cuando llegaron. Por eso tiene más valor lo que hizo, lo que logró.
En 1789 nuestra amada España se metió en guerra, una vez más, contra los ingleses, esta vez en ayuda de los rebeldes norteamericanos.
Así que el capitán, ordenó de inmediato la construcción de un fortín, y que se excavasen trincheras alrededor de la villa.
Y casi todo el gasto salió de su bolsillo. Hasta la camisa vendió. De donde sacaba un capitanucho español en Misuri, tanto dinero, yo no lo se, ni atiendo malintencionados rumores, solo se, que el capitán se gastó en fuerte San Carlos y en las defensas hasta el último maravedí. También pagó a doscientos cincuenta hombres de la Milicia que formó. Desde España llegaron cartas de aliento, ánimo y ordenes de resistencia a ultranza. ¿Dineros? Ni un duro…
Los ingleses llegaron el veintiséis de mayo de mil setecientos ochenta. Unos mil.
La mayoría eran indios soiux mandados por oficiales británicos, y una compañía de casacas rojas, resaltaban entre tanto indio, aunque eran igual de salvajes, y otra compañía de colonos canadienses, que vaya usted a saber, quién les había dado vela en aquel entierro.
Y enfrente, nosotros. Veinte soldados regulares, un cañón, los milicianos y el capitán Leyba.
Las granjas alrededor de la ciudad fueron arrasadas. Y los habitantes, agricultores y esclavos pasados a cuchillo. Los pocos que lograron alcanzar nuestras líneas contaban espeluznantes relatos de cabelleras cortadas, de violaciones, de destripamientos y castraciones con fuego…
No había dado tiempo, ni habían llegado los dineros del capitán, más que para levantar una torre artillada y otra que quedó a medias. También había dispuesto de forma inteligente las trincheras, de modo que cruzaban sus fuegos y se protegían unas a otras.
Al “Espantaviejas” metralla, clavos y cadenas, que es lo que más cunde- Nos había dicho, mientras veíamos las columnas de humo levantarse al cielo, y hasta nosotros llegaban los gritos desesperados de los desgraciados que se habían negado a guarecerse en la ciudad.
Y entonces asomaron. Desde todas partes. Montones de indios, los casacas rojas formados, todos gritando y avanzando hacia nosotros…Venían rojos de sangre.
- Una bala, Blas- le digo al vasco-… Cincuenta varas…
El viejo Trubia, hace su trabajo y en las filas rojas de los ingleses se abre un boquete.
El capitán Leyba, nos mira orgulloso. Otro pepinazo, cabo. Me dicen sus ojos encendidos. Y se vuelve hacia el enemigo, y ordena abrir fuego a las primeras filas…
Y se desata el infierno. Y ya solo apuntas y disparas el “Espantaviejas”, que está caliente como novicia y nos puede estallar en los hocicos en cualquier momento. Pero seguimos disparando. Metralla. Saquetes y saquetes, de cerca, a boca jarro, y con la altura que nos da la torre, hacemos recia carnicería de indios y de herejes. Dos por uno. O tres si añadimos a los canadienses, que caen como moscas.
Y en medio, dirigiendo las descargas precisas, cerradas, mortales de los fusileros, el capitán Leyba:
- ¡¡¡ A la izquierda...Primera línea…Fuego…Segunda línea…Fuego!!!
De pie, las balas pasando a su alrededor, las pelotas de plomo silbando al lado de sus orejas. O aplastándole a sus pies, matando a los que están a su alrededor. Y él allí de pie. Sin miedo. Ordenando descargas de fusilería que siegan enemigos como la guadaña el trigo. Y de vez en cuando mira a la torre de San Carlos, y allí estamos nosotros, con el cañón y la bandera, que el mismo capitán plantó allí nada más aparecer los ingleses.
Los enemigos de España flaquean. Aquel muro de balas es infranqueable. Los valerosos indios se retiran vapuleados, convencidos de que no podrá entrar ni uno en la ciudad.
Las descargas españolas siguen. El “Espantaviejas” casi al rojo sigue escupiendo metralla a espuertas. Ya solo quedamos el gigante vasco y yo. Pedro y Pablo van directos al cielo a reunirse con sus tocayos. Y el capitán sigue en pie. Dando voces que encienden el corazón y el alma. Palabras viejas que a todos hacen estremecernos y gritar junto a él…
-¡¡¡ ESPAÑAAAA!!!!- Grita- ¡¡¡¡ESPAÑAAAA Y SANTIAGOOOOO!!!
Y un frío me recorre. Un pensamiento negro me invade. Una certeza glacial inunda mi cabeza, y mi alma:
- Qué pena, mi capitán… Allí no nos oye nadie… Y arrimo el botafuego al viejo cañón…
Me acuerdo de que llegamos cuatro. Dos estaban amarillos, se habían pegado toda la travesía soltando hasta la primera papilla, el tercero era un mozo recio y enorme, colorado y que hablaba de castellano lo justo, Blas de Oñate se llamaba y ni se había enterado. Miraba al capitán desde arriba con respeto. Y estaba yo. Al que la vida y las circunstancias me habían hecho entrar en milicia hacía ya casi diez años…Cabo artillero de primera…Todo un cargo. Por eso el capitán se vino hacia mí, tras pasear sus ojos fríos por los cuatro inútiles que la Corona le enviaba:
-¿Conoce el Trubia de a ocho libras, cabo?... Me pregunta, mirándome muy fijo. Me está escarbando las tripas con esa mirada…
- Sí, mi capitán… Yo también le miro…De soldado a soldado. No soy uno de estos bisoños, capitán…
- Aquí solo tenemos uno de esos…Solo uno…Así que adiestre a estos, los miraba con una mezcla de pena y desprecio en su mirada, y cuídeme ese cañón…
- A la orden, mi capitán…Dije, tan tieso que mi espalda me dolió el resto del día.
Y cuidé del cañón, al que bautizamos “Espantaviejas”, porque cuando tirábamos salvas los domingos, antes de la Misa, las ancianas indígenas que poblaban los alrededores, huían despavoridas. Nunca se acostumbraron a los cañonazos.
Y enseñé al vasco Blas, a manejar el trasto y a hablar castellano, porque su idioma montañés, no había Cristo que lo entendiese. Era una bestia, movía él solo la cureña y encaraba a “Espantaviejas” hacia el objetivo. Y a Pedro y Pablo que eran vecinos y amigos, reclutados a la fuerza tras una borrachera en su Manzanares natal, les enseñé a recargar, a enfriar, a meter la estopa y el proyectil. Eran buena gente, pero iban a su aire, a su avío, se protegían y cuidaban el uno del otro. Estábamos allí destinados veinte soldados, aparte del capitán, cada cual de su rincón de España, cada uno de su padre y de su madre…Además vivían allí casi mil almas, entre colonos, familiares de la guarnición, mercaderes, esclavos…Una España en miniatura, con sus paseos dominicales y sus mentideros donde se despellejaba vivo a todo dios, con sus miserables pidiendo en la puerta de la iglesia, con sus hidalgos, con sus oropeles, con sus damas, con mucha miseria y abandono, subsistiendo de puro milagro.
Hay mucho trasiego de colonos herejes. Van y vienen proclamando nosequé república y declarándose enemigos de los ingleses. Y ya se sabe, mientras se trate de fastidiar a la rubia Albión, allí habrá un español para ayudar…
Nuestro capitán se cartea mucho con un tal Clark, jefe de los rebeldes allí en Misuri. Lo se, por que últimamente el capitán comparte charlas y botellas conmigo. Dice que soy más letrado y despierto que el sargento López, su segundo al mando. Un día me pilló leyendo un libro, una ajada edición de las Novelas Ejemplares del gran Cervantes, no me dijo nada, pero en mi siguiente guardia apareció y se puso a preguntarme cosas. Y vaciamos una botella de buen vino. Te doy licencia para beber-había dicho…
Es extraño y contradictorio el capitán Leyba. Mientras hablas con él te da la sensación de que lo haces con alguien muy cansado. Alguien al que una bilis amarga le corroe las entrañas. No es rencor, ni amargura, ni odio…Es otra cosa, resignación. Aceptar una realidad, porque no hay otra. Es lo que hay.
Cuando habla de España y sobretodo de nosotros, los españoles, se te ponen los pelos de punta de las cosas que dice. Palabras que harían que cualquiera sacase su espada oyendo hablar así de su patria…Pero algo dentro de ti se remueve, amargo. Sabes que cada frase, cada hecho, cada palabra es tan cierta y verdadera como que hay Dios.
Y se te retuercen las tripas. Y te quema la sangre en las venas. Y le das al vino un trago, que deja la botella temblando. Y el capitán Leyba sonríe:
- Estas cosas solo se pueden hablar con alguien que lea libros…Que los lea bien, claro…Como hace usted, cabo…
Nunca jamás nos tuteó a ninguno. Y si escuchaba a alguien despotricar o hablar mal del Rey o de España, lo mandaba apalear en la plaza como escarmiento. Y cuando pasaba junto al mástil donde ondeaba nuestra bandera, siempre se detenía y la saludaba bajando la cabeza…. Un tío raro el capitán. Raro pero valiente y decidido.
Ya estaba enfermo cuando llegaron. Por eso tiene más valor lo que hizo, lo que logró.
En 1789 nuestra amada España se metió en guerra, una vez más, contra los ingleses, esta vez en ayuda de los rebeldes norteamericanos.
Así que el capitán, ordenó de inmediato la construcción de un fortín, y que se excavasen trincheras alrededor de la villa.
Y casi todo el gasto salió de su bolsillo. Hasta la camisa vendió. De donde sacaba un capitanucho español en Misuri, tanto dinero, yo no lo se, ni atiendo malintencionados rumores, solo se, que el capitán se gastó en fuerte San Carlos y en las defensas hasta el último maravedí. También pagó a doscientos cincuenta hombres de la Milicia que formó. Desde España llegaron cartas de aliento, ánimo y ordenes de resistencia a ultranza. ¿Dineros? Ni un duro…
Los ingleses llegaron el veintiséis de mayo de mil setecientos ochenta. Unos mil.
La mayoría eran indios soiux mandados por oficiales británicos, y una compañía de casacas rojas, resaltaban entre tanto indio, aunque eran igual de salvajes, y otra compañía de colonos canadienses, que vaya usted a saber, quién les había dado vela en aquel entierro.
Y enfrente, nosotros. Veinte soldados regulares, un cañón, los milicianos y el capitán Leyba.
Las granjas alrededor de la ciudad fueron arrasadas. Y los habitantes, agricultores y esclavos pasados a cuchillo. Los pocos que lograron alcanzar nuestras líneas contaban espeluznantes relatos de cabelleras cortadas, de violaciones, de destripamientos y castraciones con fuego…
No había dado tiempo, ni habían llegado los dineros del capitán, más que para levantar una torre artillada y otra que quedó a medias. También había dispuesto de forma inteligente las trincheras, de modo que cruzaban sus fuegos y se protegían unas a otras.
Al “Espantaviejas” metralla, clavos y cadenas, que es lo que más cunde- Nos había dicho, mientras veíamos las columnas de humo levantarse al cielo, y hasta nosotros llegaban los gritos desesperados de los desgraciados que se habían negado a guarecerse en la ciudad.
Y entonces asomaron. Desde todas partes. Montones de indios, los casacas rojas formados, todos gritando y avanzando hacia nosotros…Venían rojos de sangre.
- Una bala, Blas- le digo al vasco-… Cincuenta varas…
El viejo Trubia, hace su trabajo y en las filas rojas de los ingleses se abre un boquete.
El capitán Leyba, nos mira orgulloso. Otro pepinazo, cabo. Me dicen sus ojos encendidos. Y se vuelve hacia el enemigo, y ordena abrir fuego a las primeras filas…
Y se desata el infierno. Y ya solo apuntas y disparas el “Espantaviejas”, que está caliente como novicia y nos puede estallar en los hocicos en cualquier momento. Pero seguimos disparando. Metralla. Saquetes y saquetes, de cerca, a boca jarro, y con la altura que nos da la torre, hacemos recia carnicería de indios y de herejes. Dos por uno. O tres si añadimos a los canadienses, que caen como moscas.
Y en medio, dirigiendo las descargas precisas, cerradas, mortales de los fusileros, el capitán Leyba:
- ¡¡¡ A la izquierda...Primera línea…Fuego…Segunda línea…Fuego!!!
De pie, las balas pasando a su alrededor, las pelotas de plomo silbando al lado de sus orejas. O aplastándole a sus pies, matando a los que están a su alrededor. Y él allí de pie. Sin miedo. Ordenando descargas de fusilería que siegan enemigos como la guadaña el trigo. Y de vez en cuando mira a la torre de San Carlos, y allí estamos nosotros, con el cañón y la bandera, que el mismo capitán plantó allí nada más aparecer los ingleses.
Los enemigos de España flaquean. Aquel muro de balas es infranqueable. Los valerosos indios se retiran vapuleados, convencidos de que no podrá entrar ni uno en la ciudad.
Las descargas españolas siguen. El “Espantaviejas” casi al rojo sigue escupiendo metralla a espuertas. Ya solo quedamos el gigante vasco y yo. Pedro y Pablo van directos al cielo a reunirse con sus tocayos. Y el capitán sigue en pie. Dando voces que encienden el corazón y el alma. Palabras viejas que a todos hacen estremecernos y gritar junto a él…
-¡¡¡ ESPAÑAAAA!!!!- Grita- ¡¡¡¡ESPAÑAAAA Y SANTIAGOOOOO!!!
Y un frío me recorre. Un pensamiento negro me invade. Una certeza glacial inunda mi cabeza, y mi alma:
- Qué pena, mi capitán… Allí no nos oye nadie… Y arrimo el botafuego al viejo cañón…
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