Ningún especialista negaría que 1978 marca un punto de inflexión historiográfico en el tema. En ese año, Abilio Barbero y Marcelo Vigil (1978) publican su libro sobre la formación del feudalismo hispánico, en polémica con Claudio Sánchez Albornoz (veremos a este historiador más adelante). Desde entonces se impuso una concepción (inspirada en Engels) que sintetiza dos tesis, una gentilicia y otra patrimonial. Estos autores postularon que desde la invasión árabe, en el año 711, en el norte peninsular, evolucionaron comunidades libres, con tierras compartidas y lazos de parentesco de origen matriarcal, formadas por astures, cántabros y vascones. De esa evolución surgía el feudalismo a medida que los pobladores se desplazaban hacia el sur. Sin continuidad entre las realezas visigoda y astur, la reconquista sería entonces la noción ideológica que justificaba una conquista.
Esta interpretación fue retomada por la mayoría de los especialistas, y aun cuando se la discutió parcialmente, sus puntos fundamentales prevalecen. Afirman que en las comunidades de aldea surgieron campesinos ricos que subordinaron económicamente a los más pobres y acrecentaron entonces su poder político. En esta forma de ver las cosas, primero estuvo el patrimonio, el dominio y, como una consecuencia de esa base material, se lograba el poder y se imponía la herencia de varón a varón y la primogenitura. Así habría sido el proceso para todos los niveles de la clase feudal, monarcas, condes y caballeros entre los laicos, o abades y obispos entre los eclesiásticos.
Fuera del círculo de medievalistas que estudian el área, este punto de vista es poco admitido. En especial, no se acepta un estadio primitivo gentilicio con centralidad de relaciones matriarcales. Tiene un crédito algo superior el criterio de que el enriquecimiento fue un presupuesto del poder. Indicios arqueológicos, que se interpretan como síntomas de diferenciación social de comunidades libres, alimentan la premisa. A ese esquema se opone otro que enfatiza los mecanismos de subordinación política de los campesinos para dar cuenta de la génesis del sistema. Es el camino que exploraremos en esta contribución.
Prescindamos aquí del examen de cómo algunos historiadores del reino asturleonés fundamentaron sus posiciones sobre comunidades gentilicias en documentos monásticos de los siglos IX y X. Basta con decir que han hecho una lectura muy difícil de sustentar: los bienes en común de los monjes, lejos de reflejar un arcaísmo comunista, como creen, se corresponden con la forma de toda propiedad señorial, y en particular de la eclesiástica. El individuo era propietario en tanto miembro de una familia, y la renuncia a la propiedad particular era para el monje el requisito para incorporarse en cuerpo y alma al cenobio.
A la objeción puntual se une otra que conecta decididamente el norte hispánico con la historia europea occidental. Con esa inmersión en un desarrollo más amplio, el mítico año 711, que se creyó, durante mucho tiempo, una ruptura de la evolución visigoda e inicio de una historia "gentilicia" (o alejada de cualquier ensayo previo de feudalismo), ahora se pone en duda. Es el postulado que Chris Wickham comenzó a defender ya hace unos años, y se corresponde con escrituras de los siglos X y XI (Wickham, 2005: 225 ss.). Con ellas se traza un modelo general de evolución.
La primera es el fuero de Brañosera (en Palencia) del año 824 (aunque hay dudas sobre su datación), dado por el conde Munio Núñez a cinco familias campesinas (Muñoz y Romero, 1847: 17). Delimitaba un lugar de instalación, y establecía que el montazgo (tributo de pastos para los que acudieran de otras aldeas) se repartiera entre el conde y los pobladores. Pero además, eximía a los campesinos del servicio de vigilancia en el territorio o en el castillo, obligándolos en cambio al pago de tributo y renta. Otro texto es del año 971. El concejo de Agusyn (Los Ausines) se liberaba entonces de la construcción del castillo cediendo una dehesa al conde García Fernández.4 Una tercera escritura son los fueros que Fernando I daba en el año 1039 a las villae de San Martín, Orbaneja y Villafría, exceptuando a sus moradores del trabajo de los castillos y de participar en la guerra ofensiva, y establecía que " serviant ad atrium Sanctorum Apostolorum Petri et Pauli. En la zona de Zamora, con una evolución más tardía, encontramos el fuero concedido por el conde Ramón de Borgoña al lugar de Valle en el año 1094. Entre otros deberes, liberaba a sus pobladores, de ir a la expedición militar, e imponía dos días de trabajo en las tierras condales (Doc. 4, Tít. 4: 'Barones de Valle faciant illa serna de palacio II dies ", Rodríguez Fernández, 1990).
Estos documentos, a los que se podrían agregar otros6, expresan una secuencia: el tránsito de obligaciones militares a rentas agrarias, de campesinos libres a dependientes tributarios, de condes con cargos públicos a señores con beneficios privados. Son manifestaciones diversas de la formación del feudalismo, proceso que no se concretaba como evolución objetiva inconsciente, sino como resultado de prácticas sociales en determinado contexto. La dependencia política y económica del campesino era construida por una autoridad, laica o eclesiástica, que ejercía su derecho de mando sobre un distrito. Muestran esas acciones documentos del archivo de Santa María de Otero de las Dueñas, referidos a dos con-des que hacia el año mil imponían tributos e incorporaban propiedades mediante condena de delitos individuales o imposición de gravámenes colectivos (del Ser Quijano, 1994). El poder hacía el patrimonio.
Si desde el siglo XI rastreamos el origen de estos condes, la observación se extiende necesariamente más allá de la invasión árabe. El accidente de Guadalete como factor explicativo absoluto de la sociedad asturleonesa cede su paso a una continuidad estructural. Los comites civitatis, jefes de guerra que acompañaban a los reyes germanos, y que se convirtieron en cabecillas de distritos, persistieron en el norte español después de la conquista árabe.
Esas transformaciones se vinculan con el tema de esta contribución. A medida que la renta agraria se imponía sobre el campesino medio, obligándolo en consecuencia a volcarse de lleno en la producción, la exigencia militar (en especial la guerra ofensiva) comenzaba recaer sobre la porción de pobladores que tenían caballo. Eran los milites. A cambio de ese servicio, de ese don, recibían un contra don, un regalo que sólo podía pagarse con servicio honorable. Este fue el camino que siguieron los infanzones, es decir, los caballeros feudales. Si bien algunos de ellos habrían derivado de la aristocracia asturleonesa (individuos que no heredaban o desprendimientos secundarios de familias encumbradas), el origen de este estrato social está básicamente en unidades de residencia campesina.
Un documento muy conocido por los historiadores, el de los infanzones de Espeja, redactado entre 1029 y 1035, ilumina algo ese modesto nacimiento (Menéndez Pidal, 1956: 35 ss.). Allí se informa que los infanzones de Espeja se negaron a cumplir el servicio de vigilancia en Carazo y Peñafiel, al que estaban obligados de acuerdo al sistema de deberes y derechos condales de la merindad de Clunia, y por ese incumplimiento el conde confiscó sus beneficios dejándoles sólo sus hereditatelias, es decir, la parte de sus propiedades. El análisis filológico, cuyos detalles pasaremos por alto, revela que con esta palabra, hereditatelias, originada en un posible error gráfico o alteración fonética de hereditatellas,8 el escriba aludió al carácter pequeño y despreciado de las propiedades de los infanzones.
Un documento del monasterio de Sobrado confirma la división entre las propiedades y los préstamos (atonitos et magnificencias) que los infanzones obtenían de su señor a cambio de servicios, constituyendo esos beneficios unidades de producción (villas) o dinero (argento )9. Si estos infanzones se transformaban en propietarios significativos era por el usufructo de feudos ligados al ejercicio de sus obligaciones políticas.
Tampoco parecieran ser grandes propietarios los infanzones mencionados en el fuero de Castrojeriz del año 974, contra los que pueden declarar los peones (Muñoz y Romero, 1847: 37-38; Sáez, 1953: Fuero latino, título 4). En Castrojeriz el servicio de guerra ofensiva lo cumplía el infanzón a cambio de un préstamo o de soldada, dones que se diferenciaban de sus hereditates. El requisito era tener caballo. Este factor, que determinaba una jerarquía de obligaciones y no la propiedad de tierras, se constata también en el fuero leonés de principios del siglo XI. Allí el miles está conceptualmente tratado junto al campesino dependiente sujeto al pago de rentas dominicales, es decir, debidas al dueño del suelo (dominus soli) como consecuencia de trabajar in solare alieno (Fuero de León, códice de Oviedo, c. XXVI, en Pérez Prendes y Muñoz de Arraco, 1988). Esta relación, paralela a un arrendamiento, no afectaba la libertad personal del usufructuario de la tierra, que podía tomar el señor que quisiera (et habeas dominum qualecumque uoluerit) . Las rentas se discriminan por factores que remiten a una diferenciación funcional. En el caso de que el campesino no tuviera caballo o asno, debía pagar anualmente 10 panes de trigo, media canadilla de vino y un lomo bueno al dueño del suelo. El que tenía asnos, debía dárselos dos veces al año (c. XXVIII, Pérez Prendes y Muñoz de Arraco, 1988). El que tenía caballo, el miles, debía acompañar al propietario a junta dos veces al año, con la condición de que pudiera volver a su casa en el día. Seguramente se trataba de la asamblea del distrito.
Este fuero manifiesta una situación que no tenía que ser necesariamente la que regía en todos lados. En otros asentamientos, los poseedores de caballo serían pequeños o medianos propietarios de tierras. Pero como expresión extrema, permite resaltar la funcionalidad política. El miles, tomada la palabra en el sentido de propietario de caballo no propietario de tierras, quedaba exceptuado de transferir rentas y participaba en servicios no degradantes, con lo cual esa denominación adquiría un sentido sociológico que, rehuyendo la connotación de clase tributaria, apuntaba a la pertenencia estamental superior.
Esta separación funcional y jurídica del caballero se cumplía sólo gradualmente, y no estaba exenta de transitorias recaídas en la uniformidad del gravamen. En el año 1090, Alfonso VI establecía la forma en que se debían resolver los conflictos entre judíos y cristianos en la tierra de León, y exigía como confirmación de esos fueros el pago de dos sueldos por cada casa, tributo que debían abonar también los infanzones, quedando éstos sujetos a la usual coacción de ser prendados sus bienes en caso de que se negasen. Aun teniendo en cuenta que el gravamen tenía un carácter excepcional, ya que el rey aseguraba que sólo lo tomaba por esa única vez, la inclusión de los infanzones en él reafirma el origen plebeyo de quienes formarían el último grado de la nobleza.
Por último, en el fuero de Santa Marinica de Orbigo, dado por el abad Egidio de Montes en el año 1198, se mencionan " tenentii et milites et villanos " a quienes sin discernir se les daba el mismo estatuto: " da-mus vobis hominibus de Sancta Marina talem forum ", que comprendía prestaciones serviles y tributos con cláusulas coactivas (Rodríguez, 1981; Doc. 54).
Esto muestra que las evoluciones se cumplían con distintas cronologías; se trataba de columnas de evolución diferenciadas por localidad, imagen que difiere de la que brindaron los defensores de la llamada mutación feudal, sobre el surgimiento del poder banal y de los milites para otras regiones. Estos autores hablan de un cambio sincrónico en toda una región que se habría verificado en un tiempo muy corto hacia el año mil, producido por un desmembramiento de las soberanías políticas. Los documentos de Castilla y León, si bien confirman que la cuestión se centra en las transformaciones del poder, indican, por el contrario, que los cambios fueron lentos y muy desiguales en cada lugar.
Los campesinos con caballo y un armamento inicial seguramente elemental, establecían, a partir del servicio, una relación personal con su señor. En el fuero de Castrojeriz se hacía infanzones de los caballeros y se los incluía en el vasallaje con dependencia honorable (Habeant signorem qui benefecerit illos) , es decir, con beneficios a cambio de obligaciones militares (Caballero de Castro qui non tenuerit prestamo, non vadat in fonsado) (Muñoz y Romero, 1847: 37-38).
Esta era la condición social del Cid, según los que estudiaron el tema (así opinan Sánchez Albornoz, 1971: 396-397; Lomax, 1984: 88; Rodríguez Puértolas, 1967: 170-177; Meneghetti, 1985: 203-332). Ello se muestra en la carta de arras que diera a Jimena en 1074, donde se nombran villas y aldeas, muchas a título de señorío compartido, de muy escasa importancia (Rodríguez Puértolas, 1967: 170). Es creíble la referencia desdeñosa de Asur González presentada en el poema. La provocativa exigencia de que el Cid vuelva al río Ubierna a afilar los molinos y a cobrar la renta en harina, indica el origen de su familia, y algunos estudiosos aventuran que era una actividad a la que Rodrigo Díaz seguía vinculado: "Fosse a río d' Ovirna los molinos picar | e prender maquilas commo lo suele far!" (vv. 3379-3380; cfr. Rodríguez Puértolas, 1967; Sánchez Albornoz, 1971: 396-397; Meneghetti, 1985: 210). La molienda era un trabajo característico de menestrales en dependencia de un señor (muchos provenían de los antiguos siervos domésticos), aunque podían ser propietarios libres. Era también un medio económico para el ascenso social, justamente por las posibilidades que el oficio brindaba para quedarse con la mejor porción de la molienda u obtener otras ventajas.
Como otros infanzones, Rodrigo Díaz estaba al servicio de su señor en una relación personal de vasallaje. Esa dependencia honorable (que podía interrumpirse, como sucedió también con los infanzones de Espeja) era la base para recibir feudos que se sumaban al patrimonio propio, al alodio. Esa sería también la situación de algunos de los caballeros que acompañaban al Cid, como Minaya, a quien el rey devuelve "honores e tierras".
Dado el origen humilde del caballero, todo el fundamento de su promoción social estaba en la función política y militar, y esto explica la obediencia absoluta del Cid al derecho feudal que se refleja en el poema, su comportamiento "típico ideal" como vasallo. En tanto miembro de un sector subalterno de la clase de poder, su conducta resume los atributos de una práctica estructurante del feudalismo, que por otra parte estaba en pleno desarrollo en los años en que transcurrieron las acciones.
Un factor más de esa movilidad social ascendente radicaba en el casamiento. Las alianzas entre linajes de desigual jerarquía se establecían mediante la circulación de mujer, dando lugar a relaciones de parentesco, filiación y poder. El sistema matrimonial asimétrico entre miembros de la clase dominante (que se combinaba con intercambios simétricos) seguía la lógica feudal y era un componente de la estructuración social. En este aspecto, las estrategias matrimoniales en las que participan las hijas del Cid también se inscriben en un molde típico.
A la vista de estas evidencias, puede ahora revisarse la exposición de Sánchez Albornoz sobre el surgimiento de los infanzones. Afirmaba que hacia principios del siglo XI tenía el infanzón limitados recursos económicos, aunque había conservado su status jurídico. La proposición se corresponde con lo que muestran las escrituras invocadas en el plano socioeconómico, pero se aleja de nuestro argumento en el alcance que otorga a la condición jurídica por herencia. Ese estado legal, Sánchez Albornoz lo atribuía a que los infanzones eran nobles de sangre, nietos de los filii primatum visigodos, es decir, de la aristocracia de palacio que en el siglo VII recibió los privilegios de sus padres. Se apoyaba en parte en el estudio de la palabra infans, niño, a la que se agregaría el sufijo aumentativo - on, lo que daba infanzón que habría significado "hijo de grande", es decir, de los que formaban el Aula Regia de los visigodos. Al finalizar este reinado, los privilegios de esos primates (los primeros de la asamblea política) habrían sido heredados por sus descendientes, constituyendo entonces una nobleza de sangre. Este segundo fundamento de su tesis se basaba en las similitudes de status entre ese círculo de visigodos y los infanzones.
Esta tesis se amolda a la interpretación que Sánchez Albornoz diera sobre los orígenes de la reconquista (miembros de la nobleza visigoda derrotada en Guadalete encontrarían refugio en el norte), y se enlaza con su visión sobre una continuidad del homo hispanicus a través de los tiempos. En esa línea de reflexión, algunos historiadores actuales rastrean el antecedente de los grandes linajes castellanos y leoneses en la más remota antigüedad; esos linajes se habrían originado, según esta creencia, por fusión de las aristocracias galorromana y germánica. La tesis se presenta con una argumentación vacilante, carece de apoyo documental y omite el examen sociológico, única opción metodológica realmente válida para plantear el proceso de estructuración de una clase de poder (desarrollo que no se confunde con el esporádico encadenamiento generacional de algún actor ilustre).
En oposición al modelo continuista, el período decisivo de formación nobiliario debería situarse en los siglos X, XI y XII. Ya Tácito distinguía entre los reyes germanos, cuya situación provenía de un linaje, es decir, era heredada por nacimiento (reges ex nobilitate) y los jefes de guerra, que eran elegidos por su virtud, por su valor en la guerra (duces ex virtute sumunt) (Castiglioni, 1945: cap. VII). Durante mucho tiempo esta situación predominó, y los jefes de distrito tardaron en convertir sus territorios entregados ad mandamentum en patrimonio. Hasta que ello no ocurrió, era la eficacia militar la condición que en términos generales pesaba para ocupar el cargo, mientras que la herencia tenía un valor relativo, cualidad que se transmitió incluso a los reyes del norte español. La incapacidad física para la guerra que padeció Sancho el Craso (955-957) lo descalificó para reinar, de la misma manera que la derrota de Vermudo I en el Burbia (año 791) le acarreó un descrédito irrecuperable. Esto remite a la funcionalidad social aristocrática (sobre obispos y abades podrían extenderse consideraciones paralelas), constituyendo ese poder de función un presupuesto del futuro poder de coacción de la nueva clase dominante, praxis específica sobre la que volveremos con referencia a los caballeros.
Con abstracción de este problema general, que comprende el tema de este artículo pero que también lo excede, si nos limitamos al estrato inferior del estamento nobiliario, nada avala una visión continuista. La coincidencia institucional no prueba un desarrollo social en el tiempo. Como indicó Salvador de Moxó (1979: 148), la ausencia de infanzones en las fuentes diplomáticas hasta avanzado el siglo X impide considerarlos parte de un grupo con existencia permanente desde principios del siglo VIII y es sintomático que aparezcan antes en Castilla que en León, donde la tradición neogótica era más fuerte.
Por último, un metafísico ser nacional que se formaría desde el arqueolítico es un tema indigno de la más mínima consideración científica ante los actuales estudios de etno-génesis o etno-formación. Ésa era la porción más emotivamente especulativa de Sánchez Albornoz que, desafortunadamente, alcanzaba sus elaboraciones más rigurosas y eruditas.
Esta interpretación fue retomada por la mayoría de los especialistas, y aun cuando se la discutió parcialmente, sus puntos fundamentales prevalecen. Afirman que en las comunidades de aldea surgieron campesinos ricos que subordinaron económicamente a los más pobres y acrecentaron entonces su poder político. En esta forma de ver las cosas, primero estuvo el patrimonio, el dominio y, como una consecuencia de esa base material, se lograba el poder y se imponía la herencia de varón a varón y la primogenitura. Así habría sido el proceso para todos los niveles de la clase feudal, monarcas, condes y caballeros entre los laicos, o abades y obispos entre los eclesiásticos.
Fuera del círculo de medievalistas que estudian el área, este punto de vista es poco admitido. En especial, no se acepta un estadio primitivo gentilicio con centralidad de relaciones matriarcales. Tiene un crédito algo superior el criterio de que el enriquecimiento fue un presupuesto del poder. Indicios arqueológicos, que se interpretan como síntomas de diferenciación social de comunidades libres, alimentan la premisa. A ese esquema se opone otro que enfatiza los mecanismos de subordinación política de los campesinos para dar cuenta de la génesis del sistema. Es el camino que exploraremos en esta contribución.
Prescindamos aquí del examen de cómo algunos historiadores del reino asturleonés fundamentaron sus posiciones sobre comunidades gentilicias en documentos monásticos de los siglos IX y X. Basta con decir que han hecho una lectura muy difícil de sustentar: los bienes en común de los monjes, lejos de reflejar un arcaísmo comunista, como creen, se corresponden con la forma de toda propiedad señorial, y en particular de la eclesiástica. El individuo era propietario en tanto miembro de una familia, y la renuncia a la propiedad particular era para el monje el requisito para incorporarse en cuerpo y alma al cenobio.
A la objeción puntual se une otra que conecta decididamente el norte hispánico con la historia europea occidental. Con esa inmersión en un desarrollo más amplio, el mítico año 711, que se creyó, durante mucho tiempo, una ruptura de la evolución visigoda e inicio de una historia "gentilicia" (o alejada de cualquier ensayo previo de feudalismo), ahora se pone en duda. Es el postulado que Chris Wickham comenzó a defender ya hace unos años, y se corresponde con escrituras de los siglos X y XI (Wickham, 2005: 225 ss.). Con ellas se traza un modelo general de evolución.
La primera es el fuero de Brañosera (en Palencia) del año 824 (aunque hay dudas sobre su datación), dado por el conde Munio Núñez a cinco familias campesinas (Muñoz y Romero, 1847: 17). Delimitaba un lugar de instalación, y establecía que el montazgo (tributo de pastos para los que acudieran de otras aldeas) se repartiera entre el conde y los pobladores. Pero además, eximía a los campesinos del servicio de vigilancia en el territorio o en el castillo, obligándolos en cambio al pago de tributo y renta. Otro texto es del año 971. El concejo de Agusyn (Los Ausines) se liberaba entonces de la construcción del castillo cediendo una dehesa al conde García Fernández.4 Una tercera escritura son los fueros que Fernando I daba en el año 1039 a las villae de San Martín, Orbaneja y Villafría, exceptuando a sus moradores del trabajo de los castillos y de participar en la guerra ofensiva, y establecía que " serviant ad atrium Sanctorum Apostolorum Petri et Pauli. En la zona de Zamora, con una evolución más tardía, encontramos el fuero concedido por el conde Ramón de Borgoña al lugar de Valle en el año 1094. Entre otros deberes, liberaba a sus pobladores, de ir a la expedición militar, e imponía dos días de trabajo en las tierras condales (Doc. 4, Tít. 4: 'Barones de Valle faciant illa serna de palacio II dies ", Rodríguez Fernández, 1990).
Estos documentos, a los que se podrían agregar otros6, expresan una secuencia: el tránsito de obligaciones militares a rentas agrarias, de campesinos libres a dependientes tributarios, de condes con cargos públicos a señores con beneficios privados. Son manifestaciones diversas de la formación del feudalismo, proceso que no se concretaba como evolución objetiva inconsciente, sino como resultado de prácticas sociales en determinado contexto. La dependencia política y económica del campesino era construida por una autoridad, laica o eclesiástica, que ejercía su derecho de mando sobre un distrito. Muestran esas acciones documentos del archivo de Santa María de Otero de las Dueñas, referidos a dos con-des que hacia el año mil imponían tributos e incorporaban propiedades mediante condena de delitos individuales o imposición de gravámenes colectivos (del Ser Quijano, 1994). El poder hacía el patrimonio.
Si desde el siglo XI rastreamos el origen de estos condes, la observación se extiende necesariamente más allá de la invasión árabe. El accidente de Guadalete como factor explicativo absoluto de la sociedad asturleonesa cede su paso a una continuidad estructural. Los comites civitatis, jefes de guerra que acompañaban a los reyes germanos, y que se convirtieron en cabecillas de distritos, persistieron en el norte español después de la conquista árabe.
Esas transformaciones se vinculan con el tema de esta contribución. A medida que la renta agraria se imponía sobre el campesino medio, obligándolo en consecuencia a volcarse de lleno en la producción, la exigencia militar (en especial la guerra ofensiva) comenzaba recaer sobre la porción de pobladores que tenían caballo. Eran los milites. A cambio de ese servicio, de ese don, recibían un contra don, un regalo que sólo podía pagarse con servicio honorable. Este fue el camino que siguieron los infanzones, es decir, los caballeros feudales. Si bien algunos de ellos habrían derivado de la aristocracia asturleonesa (individuos que no heredaban o desprendimientos secundarios de familias encumbradas), el origen de este estrato social está básicamente en unidades de residencia campesina.
Un documento muy conocido por los historiadores, el de los infanzones de Espeja, redactado entre 1029 y 1035, ilumina algo ese modesto nacimiento (Menéndez Pidal, 1956: 35 ss.). Allí se informa que los infanzones de Espeja se negaron a cumplir el servicio de vigilancia en Carazo y Peñafiel, al que estaban obligados de acuerdo al sistema de deberes y derechos condales de la merindad de Clunia, y por ese incumplimiento el conde confiscó sus beneficios dejándoles sólo sus hereditatelias, es decir, la parte de sus propiedades. El análisis filológico, cuyos detalles pasaremos por alto, revela que con esta palabra, hereditatelias, originada en un posible error gráfico o alteración fonética de hereditatellas,8 el escriba aludió al carácter pequeño y despreciado de las propiedades de los infanzones.
Un documento del monasterio de Sobrado confirma la división entre las propiedades y los préstamos (atonitos et magnificencias) que los infanzones obtenían de su señor a cambio de servicios, constituyendo esos beneficios unidades de producción (villas) o dinero (argento )9. Si estos infanzones se transformaban en propietarios significativos era por el usufructo de feudos ligados al ejercicio de sus obligaciones políticas.
Tampoco parecieran ser grandes propietarios los infanzones mencionados en el fuero de Castrojeriz del año 974, contra los que pueden declarar los peones (Muñoz y Romero, 1847: 37-38; Sáez, 1953: Fuero latino, título 4). En Castrojeriz el servicio de guerra ofensiva lo cumplía el infanzón a cambio de un préstamo o de soldada, dones que se diferenciaban de sus hereditates. El requisito era tener caballo. Este factor, que determinaba una jerarquía de obligaciones y no la propiedad de tierras, se constata también en el fuero leonés de principios del siglo XI. Allí el miles está conceptualmente tratado junto al campesino dependiente sujeto al pago de rentas dominicales, es decir, debidas al dueño del suelo (dominus soli) como consecuencia de trabajar in solare alieno (Fuero de León, códice de Oviedo, c. XXVI, en Pérez Prendes y Muñoz de Arraco, 1988). Esta relación, paralela a un arrendamiento, no afectaba la libertad personal del usufructuario de la tierra, que podía tomar el señor que quisiera (et habeas dominum qualecumque uoluerit) . Las rentas se discriminan por factores que remiten a una diferenciación funcional. En el caso de que el campesino no tuviera caballo o asno, debía pagar anualmente 10 panes de trigo, media canadilla de vino y un lomo bueno al dueño del suelo. El que tenía asnos, debía dárselos dos veces al año (c. XXVIII, Pérez Prendes y Muñoz de Arraco, 1988). El que tenía caballo, el miles, debía acompañar al propietario a junta dos veces al año, con la condición de que pudiera volver a su casa en el día. Seguramente se trataba de la asamblea del distrito.
Este fuero manifiesta una situación que no tenía que ser necesariamente la que regía en todos lados. En otros asentamientos, los poseedores de caballo serían pequeños o medianos propietarios de tierras. Pero como expresión extrema, permite resaltar la funcionalidad política. El miles, tomada la palabra en el sentido de propietario de caballo no propietario de tierras, quedaba exceptuado de transferir rentas y participaba en servicios no degradantes, con lo cual esa denominación adquiría un sentido sociológico que, rehuyendo la connotación de clase tributaria, apuntaba a la pertenencia estamental superior.
Esta separación funcional y jurídica del caballero se cumplía sólo gradualmente, y no estaba exenta de transitorias recaídas en la uniformidad del gravamen. En el año 1090, Alfonso VI establecía la forma en que se debían resolver los conflictos entre judíos y cristianos en la tierra de León, y exigía como confirmación de esos fueros el pago de dos sueldos por cada casa, tributo que debían abonar también los infanzones, quedando éstos sujetos a la usual coacción de ser prendados sus bienes en caso de que se negasen. Aun teniendo en cuenta que el gravamen tenía un carácter excepcional, ya que el rey aseguraba que sólo lo tomaba por esa única vez, la inclusión de los infanzones en él reafirma el origen plebeyo de quienes formarían el último grado de la nobleza.
Por último, en el fuero de Santa Marinica de Orbigo, dado por el abad Egidio de Montes en el año 1198, se mencionan " tenentii et milites et villanos " a quienes sin discernir se les daba el mismo estatuto: " da-mus vobis hominibus de Sancta Marina talem forum ", que comprendía prestaciones serviles y tributos con cláusulas coactivas (Rodríguez, 1981; Doc. 54).
Esto muestra que las evoluciones se cumplían con distintas cronologías; se trataba de columnas de evolución diferenciadas por localidad, imagen que difiere de la que brindaron los defensores de la llamada mutación feudal, sobre el surgimiento del poder banal y de los milites para otras regiones. Estos autores hablan de un cambio sincrónico en toda una región que se habría verificado en un tiempo muy corto hacia el año mil, producido por un desmembramiento de las soberanías políticas. Los documentos de Castilla y León, si bien confirman que la cuestión se centra en las transformaciones del poder, indican, por el contrario, que los cambios fueron lentos y muy desiguales en cada lugar.
Los campesinos con caballo y un armamento inicial seguramente elemental, establecían, a partir del servicio, una relación personal con su señor. En el fuero de Castrojeriz se hacía infanzones de los caballeros y se los incluía en el vasallaje con dependencia honorable (Habeant signorem qui benefecerit illos) , es decir, con beneficios a cambio de obligaciones militares (Caballero de Castro qui non tenuerit prestamo, non vadat in fonsado) (Muñoz y Romero, 1847: 37-38).
Esta era la condición social del Cid, según los que estudiaron el tema (así opinan Sánchez Albornoz, 1971: 396-397; Lomax, 1984: 88; Rodríguez Puértolas, 1967: 170-177; Meneghetti, 1985: 203-332). Ello se muestra en la carta de arras que diera a Jimena en 1074, donde se nombran villas y aldeas, muchas a título de señorío compartido, de muy escasa importancia (Rodríguez Puértolas, 1967: 170). Es creíble la referencia desdeñosa de Asur González presentada en el poema. La provocativa exigencia de que el Cid vuelva al río Ubierna a afilar los molinos y a cobrar la renta en harina, indica el origen de su familia, y algunos estudiosos aventuran que era una actividad a la que Rodrigo Díaz seguía vinculado: "Fosse a río d' Ovirna los molinos picar | e prender maquilas commo lo suele far!" (vv. 3379-3380; cfr. Rodríguez Puértolas, 1967; Sánchez Albornoz, 1971: 396-397; Meneghetti, 1985: 210). La molienda era un trabajo característico de menestrales en dependencia de un señor (muchos provenían de los antiguos siervos domésticos), aunque podían ser propietarios libres. Era también un medio económico para el ascenso social, justamente por las posibilidades que el oficio brindaba para quedarse con la mejor porción de la molienda u obtener otras ventajas.
Como otros infanzones, Rodrigo Díaz estaba al servicio de su señor en una relación personal de vasallaje. Esa dependencia honorable (que podía interrumpirse, como sucedió también con los infanzones de Espeja) era la base para recibir feudos que se sumaban al patrimonio propio, al alodio. Esa sería también la situación de algunos de los caballeros que acompañaban al Cid, como Minaya, a quien el rey devuelve "honores e tierras".
Dado el origen humilde del caballero, todo el fundamento de su promoción social estaba en la función política y militar, y esto explica la obediencia absoluta del Cid al derecho feudal que se refleja en el poema, su comportamiento "típico ideal" como vasallo. En tanto miembro de un sector subalterno de la clase de poder, su conducta resume los atributos de una práctica estructurante del feudalismo, que por otra parte estaba en pleno desarrollo en los años en que transcurrieron las acciones.
Un factor más de esa movilidad social ascendente radicaba en el casamiento. Las alianzas entre linajes de desigual jerarquía se establecían mediante la circulación de mujer, dando lugar a relaciones de parentesco, filiación y poder. El sistema matrimonial asimétrico entre miembros de la clase dominante (que se combinaba con intercambios simétricos) seguía la lógica feudal y era un componente de la estructuración social. En este aspecto, las estrategias matrimoniales en las que participan las hijas del Cid también se inscriben en un molde típico.
A la vista de estas evidencias, puede ahora revisarse la exposición de Sánchez Albornoz sobre el surgimiento de los infanzones. Afirmaba que hacia principios del siglo XI tenía el infanzón limitados recursos económicos, aunque había conservado su status jurídico. La proposición se corresponde con lo que muestran las escrituras invocadas en el plano socioeconómico, pero se aleja de nuestro argumento en el alcance que otorga a la condición jurídica por herencia. Ese estado legal, Sánchez Albornoz lo atribuía a que los infanzones eran nobles de sangre, nietos de los filii primatum visigodos, es decir, de la aristocracia de palacio que en el siglo VII recibió los privilegios de sus padres. Se apoyaba en parte en el estudio de la palabra infans, niño, a la que se agregaría el sufijo aumentativo - on, lo que daba infanzón que habría significado "hijo de grande", es decir, de los que formaban el Aula Regia de los visigodos. Al finalizar este reinado, los privilegios de esos primates (los primeros de la asamblea política) habrían sido heredados por sus descendientes, constituyendo entonces una nobleza de sangre. Este segundo fundamento de su tesis se basaba en las similitudes de status entre ese círculo de visigodos y los infanzones.
Esta tesis se amolda a la interpretación que Sánchez Albornoz diera sobre los orígenes de la reconquista (miembros de la nobleza visigoda derrotada en Guadalete encontrarían refugio en el norte), y se enlaza con su visión sobre una continuidad del homo hispanicus a través de los tiempos. En esa línea de reflexión, algunos historiadores actuales rastrean el antecedente de los grandes linajes castellanos y leoneses en la más remota antigüedad; esos linajes se habrían originado, según esta creencia, por fusión de las aristocracias galorromana y germánica. La tesis se presenta con una argumentación vacilante, carece de apoyo documental y omite el examen sociológico, única opción metodológica realmente válida para plantear el proceso de estructuración de una clase de poder (desarrollo que no se confunde con el esporádico encadenamiento generacional de algún actor ilustre).
En oposición al modelo continuista, el período decisivo de formación nobiliario debería situarse en los siglos X, XI y XII. Ya Tácito distinguía entre los reyes germanos, cuya situación provenía de un linaje, es decir, era heredada por nacimiento (reges ex nobilitate) y los jefes de guerra, que eran elegidos por su virtud, por su valor en la guerra (duces ex virtute sumunt) (Castiglioni, 1945: cap. VII). Durante mucho tiempo esta situación predominó, y los jefes de distrito tardaron en convertir sus territorios entregados ad mandamentum en patrimonio. Hasta que ello no ocurrió, era la eficacia militar la condición que en términos generales pesaba para ocupar el cargo, mientras que la herencia tenía un valor relativo, cualidad que se transmitió incluso a los reyes del norte español. La incapacidad física para la guerra que padeció Sancho el Craso (955-957) lo descalificó para reinar, de la misma manera que la derrota de Vermudo I en el Burbia (año 791) le acarreó un descrédito irrecuperable. Esto remite a la funcionalidad social aristocrática (sobre obispos y abades podrían extenderse consideraciones paralelas), constituyendo ese poder de función un presupuesto del futuro poder de coacción de la nueva clase dominante, praxis específica sobre la que volveremos con referencia a los caballeros.
Con abstracción de este problema general, que comprende el tema de este artículo pero que también lo excede, si nos limitamos al estrato inferior del estamento nobiliario, nada avala una visión continuista. La coincidencia institucional no prueba un desarrollo social en el tiempo. Como indicó Salvador de Moxó (1979: 148), la ausencia de infanzones en las fuentes diplomáticas hasta avanzado el siglo X impide considerarlos parte de un grupo con existencia permanente desde principios del siglo VIII y es sintomático que aparezcan antes en Castilla que en León, donde la tradición neogótica era más fuerte.
Por último, un metafísico ser nacional que se formaría desde el arqueolítico es un tema indigno de la más mínima consideración científica ante los actuales estudios de etno-génesis o etno-formación. Ésa era la porción más emotivamente especulativa de Sánchez Albornoz que, desafortunadamente, alcanzaba sus elaboraciones más rigurosas y eruditas.
Carlos Astarita
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