Castilla es una
nación. Nación: «Comunidad humana natural que tiende a mantenerse sobre un
territorio delimitado históricamente, que procede de un mismo tronco o de la
fusión remota de varios, que habla el mismo idioma y se rige por unas
instituciones jurídicas, sociales, económicas y políticas propias,
distinguiéndose por una contextura temperamental y psicológica característica,
cohesionado todo ello con una voluntad expresa de ser y sentirse diferente de
otros grupo humanos diferentes». Esta definición que ofrece Antonio Hernández
(1982, 9) puede resultar aceptable en términos generales. Castilla, no sólo la
Castilla que nosotros propugnamos, compuesta por las tierras de los consabidos
cinco engendros autonómicos y algún enclave más, sino cualquiera de las otras
propuestas que se han hecho, y que todos tenemos en mente, posee todos esos
requisitos salvo el más importante: la voluntad de ser. Pero para poder «querer
ser» es necesario conocerse, saber de la propia existencia. Los castellanos en
los últimos decenios nos hemos enzarzado en disputas sobre lo que somos
(generalmente más sobre lo que fuimos que sobre lo que quisiéramos llegar a ser)
y lo cierto es que aunque conceptualmente siguen existiendo las mismas
posiciones, la cristalización del proceso autonómico ha hecho que las, escasas,
posibilidades de reconstrucción nacional que quizás tuvimos hace tiempo hayan
desaparecido. El marco político en el que nos encontramos no sirve, al menos en
eso estamos de acuerdo, quizá dure, quizá no. En todo caso volvemos al
principio: a discutir.
Castilla, surge como un estado neogótico, con el
nombre el reino de León, sucesor del Ovetense, epígono, a su vez, del Toledano.
Todos ellos meros calificativos del mismo Ordo Gothorum. Las especiales
características de su expansión hacia el sur crearon unas condiciones
jurídico-sociales diversas a las del resto de Occidente en las cuales tuvo una
particular importancia el factor ideológico germánico: las instituciones
políticas, jurídicas, sociales y familiares de este pueblo florecieron por todo
el valle del Duero septentrional, así como por el alto valle del Ebro y la
Montaña (perdón Cantabria).
«Un ventarrón de libertad», en expresión de
Sánchez Albornoz recorre el Valle del Duero y la Montaña y el alto valle del
Ebro en los primeros siglos de la reconquista. Un Reino y un Pueblo se lanzan a
la Reconquista de sus antiguos solares. Sin embargo, el posterior asiento de la
Corte en León y la extensión de los señoríos, laicos y eclesiásticos, en la
parte occidental y la presencia de instituciones comunales en la zona oriental
han disparado ciertas elucubraciones de más de uno: estaríamos ante dos
estructuras jurídico-políticas distintas, que delatarían dos sociedades
diferentes y, por tanto, dos pueblos diferentes. Pero no construyamos castillos
en el aire, y menos desde perspectivas modernas. Castilla conoció los señoríos,
los collazos y los juniores desde sus orígenes, así como una jerarquización
social propia de un periodo histórico en el cual la concepción del hombre
difería profundamente de la actual y en ella se verificó a lo largo de los
siglos IX y X un cada vez más intenso proceso de señorialización. Mientras que
en León, donde este proceso es también evidente, perduran a su vez muchas y muy
variadas instituciones comunales, surgidas de idéntica forma, sobre la base del
derecho germánico, durante el mismo proceso repoblador. Las diferencias que
pudieron haberse dado entre ambas áreas fueron cuestión de las coyunturas
sociales, políticas y jurídicas particulares que se produjeron en cada comarca
del viejo reino, en el que habitaban hombres del mismo pueblo, con la misma
mentalidad e inmersos en el mismo mundo de valores. Amén de los posibles
espejismos sobre las realidades sociales de aquellos tiempos que nos puedan
hacer ver las fuentes documentales y sobre los que nos previene Julio Valdeón
(1988, 39). Son condiciones socioeconómicas y políticas internas del reino
leonés, no las presuntas ansias de «libertad de un pueblo concejil oprimido» (a
veces una cree estar hablando o leyendo sobre las revoluciones de 1848) las que
permiten el fortalecimiento o la merma de tendencias centrífugas en los siglos
IX, X y XI en Castilla (o, no lo olvidemos, también Galicia), por la simple
razón de que la percepción que el «pueblo» tenía de sí mismo no puede entenderse
aplicando categorías de los siglos XIX y XX. Y lo mismo cabe decir para las
proyecciones sobre las instituciones como las Cortes, las Comunidades de Villa y
Tierra, los Concejos etc. (Valdeón 1988, 63-81).
El año del Señor de 1230 ve la definitiva vuelta
al redil de los condes, bueno reyes ya, castellanos. A partir del siglo XIII
desaparece rápidamente la posibilidad de percepción como entidades diferentes de
León y Castilla: su integración socio-política y jurídica reafirma su identidad
étnica. Hasta hace cuatro días. Hasta el Real Decreto de 30 de noviembre de 1833
sobre la división provincial de España, en el que se repintan sobre el mapa de
Castilla unas líneas que van a delimitar las regiones que todos conocimos hasta
el «reajuste» autonómico. Y lo dicho es válido también para Castilla la Nueva o
Tras o Allén la Sierra o Reino de Toledo. Pero a un pueblo no
lo delimitan instituciones de hace mil años, ni fronteras dibujadas por
funcionarios o cartógrafos de fin semana (una aproximación a las diferentes
percepciones de Castilla, algunas de las cuales han traído los actuales lodos,
puede verse en García Fernández 1985). Una herencia y una tradición comunes, una
lengua y un mundo de valores comunes y, si esto existe, una voluntad de futuro
en común: éstos son los requisitos indispensables de una nación ¿Es serio
sostener que un habitante de la comarca de Requena sea castellano y no lo sea un
conquense de un pueblo del partido judicial de Belmonte, tal y como pretende
Carretero (1968, 113)? ¿O lo es afirmar que un habitante de Toro es un
connacional de los sanabreses pero no de las gentes de la comarca de
Tordesillas? Puestos a decir cosas, muy gustosa voy a proporcionar el argumento
definitivo para la segregación, hasta la consumación de los tiempos, de Castilla
y León y, de paso, solucionar la adscripción de las provincias de Valladolid y
Palencia que nadie quiere para sí: En las provincias de León, Zamora, Salamanca,
Valladolid y Palencia los valores del alelo A son siempre superiores al 0,31 y
los del alelo 0 inferiores a 0,62, mientras que en Ávila, Burgos, Segovia y
Soria A es siempre inferior a 0,30 y 0 superior a 0,63 (Valls 1988, 383).
Reconozco que esto es un duro golpe para los «leonesistas» que jamás quisieran
ver en el interior de sus fronteras a palentinos y vallisoletanos, por ellos
considerados castellanos de las llanuras. Gran alivio para los «castellanistas»
que se ven libres de esos indeseados leoneses de los llanos... ¡Dioses! ¡Qué
historias!
Pero, lo hemos dicho mil veces y lo seguiremos
repitiendo mientras nos quede voz, Castilla es una nación. Una nación que posee
una lengua común a todo nuestro pueblo. Escribe Antonio Hernández (1982, 68-9):
«El llamado romance leonés de la Alta Edad media no puede ser considerado como
un idioma. Fue simplemente uno de los romances latinos que convivían entonces en
la Península Ibérica: galaico-portugués, navarro/aragonés, catalán, castellano,
y los variados dialectos mozárabes. De estos romances sólo tres llegaron a la
categoría de idiomas: el castellano, el catalán y el gallego. Todos los demás
fueron, excepción hecha de insignificantes núcleos, absorbidos por el
castellano, salvo en ciertas particularidades fonéticas, giros y vocabulario
rural. La suerte del viejo leonés fue ésa: desaparecer, lenta pero
inexorablemente, de manera que en el siglo XIV y de una forma natural se hablaba
ya el castellano perfectamente en todo el Reino. Y, no obstante, durante toda la
etapa anterior, las diferencias entre el leonés y el castellano no fueron
sintácticas, como lo fueron con el navarro/aragonés, sino única y exclusivamente
fonéticas. El modo de hablar de los castellanos se caracterizaba ante los
leoneses por un sonido más duro, sin las suavidades de la s sonora y de
la g y la j, que el castellano pronunciaba de forma gutural
éstas y sibilante aquella, tal y como se pronuncian hoy a ambos lados del
Pisuerga A los oídos de los leoneses de entonces ese lenguaje resultaba
estridente. Es lo que expresa el autor del Poema de la conquista de
Almería: escrito hacia 1150: “su lengua resuena al oído como una trompeta”
pero los leoneses entendían perfectamente a los castellanos cuando hablaban
(...) en todo el antiguo Reino de León se habla hoy perfectamente castellano sin
más diferencias que los acentos comarcales, las mismas diferencias que puede
haber entre un santanderino y un alcarreño y aun quizá mucho menos»1.
Todavía, por lo que me alcanza, no se ha puesto en duda que en la totalidad de
las tierras de Castilla la Nueva se hable castellano. Todo se andará.
El pueblo castellano es una realidad étnica
individualizable en los términos propuestos en la definición que encabeza estas
páginas: originado hace 1.200 años y madurado durante el proceso repoblador que
procuró la integración de los elementos germánicos e hispanorromanos
septentrionales, la movilidad y el trasiego de poblaciones que ese proceso
provocó sirvieron para homogeneizar, si es que era posible hacerlo más, la
población castellana, ya fuese la de los llanos o la de las montañas. Escribe el
antropólogo Luís Vicente Elías (1988, 112): «...hay una cierta unidad entre los
pueblos del norte de la Península Ibérica, ya estudiada por otros autores, que
se concreta mucho más al hablar de las regiones citadas del Sistema Ibérico
(Burgos, Soria y la Rioja) y de la Montaña leonesa, por lo que creemos muy
fundada esta pretendida relación etnográfica que aquí defendemos». Mentalidad,
valores y rasgos psicológicos parejos han hecho que todos los castellanos se
sintiesen integrantes de un solo pueblo, bien caracterizado frente al resto de
los que componían la corona: gallegos, asturianos y vasco-navarros hasta el
siglo XVIII y posteriormente, tras los Decretos de Nueva Planta, frente a los
habitantes de los Reinos de la Corona de Aragón. Debería ser superfluo recordar
que extremeños, andaluces o murcianos eran (son todavía a mi juicio) castellanos
y que por tales se tenían hasta hace poco. Castilla dejó de ser centrípeta y
dentro del marco español tomaron auge en estas tierras meridionales los rasgos
diferenciadores, lingüísticos o de autopercepcpión que priman en la actualidad.
Sin embargo, en el necesario proceso de reconstrucción nacional, hemos de
comenzar por los espacios y las gentes que todavía se sienten y se identifican a
sí mismos como castellanos: los hombres de la Castilla troceada por las
fronteras de las cinco comunidades autónomas de Cantabria, Castilla y León, La
Rioja, Madrid y Castilla-La Mancha. Alguien propuso una futura confederación de
pueblos de habla castellana que vinculase a castellanos, andaluces, extremeños y
murcianos, integrada en una futura Europa organizada en etnias. No es una mala
propuesta.
Ya hemos hecho más arriba una breve mención a las
instituciones políticas y judiciales características de la historia de Castilla
y que han jugado un destacado papel en el debate sobre la personalidad
castellana. No vamos a entrar en la cuestión de su exacto funcionamiento y
significado, ni tampoco en los equívocos que ha provocado la manipulación de su
realidad, porque serían muchas las páginas necesarias. Nos limitaremos a señalar
que, efectivamente, estos órganos proporcionaron al estado castellano un paisaje
político propio en la Hispania y la Europa de los siglos VIII al XVI. El proceso
de construcción del estado moderno fue paulatinamente transformando esas
instituciones y homogeneizando todo el marco español, de modo que en la
actualidad apenas nada diferencia institucionalmente a cualquier pedazo de
Castilla de cualquier otro territorio del estado. Pero esa riqueza y esa
especificidad institucional siguen jugando un importante papel como elemento
ideológico definitorio de la nacionalidad castellana. Pero cuidado. Es muy fácil
caer en el tópico y en el eslogan de tres pesetas: ¡La Castilla verdadera es la
de las comunidades de Villa y Tierra! Todos lo hemos oído a menudo. Bueno, vale,
pues segreguemos de Castilla, por ejemplo, parte de Burgos e incluyamos en ella
las Villas y los alfoces de las Comunidades de Villa y Tierra aragonesas... o
¡Castilla comunera es la verdadera! Gritan en Villalar algunos que consideran
que Padilla y sus toledanos, en verdad no eran castellanos... Lo venimos
diciendo reiteradamente: una nación es mucho más que unas particularidades, del
ámbito que sea, propias de un periodo concreto de su historia. Carrasco-Muñoz de
Vera lo ha expresado de manera inmejorable en su libro Alternativa a
Castilla y León: «...Castilla no es un mito democrático inmóvil en el vacío
de los tiempos, sino un hecho dinámico que va desde los concejos abiertos al
régimen caciquil. Entender la Historia de otra manera es peligroso. “El Imperio
hacia Dios” o “la cuna de la democracia” pueden ser dos caras de la misma
moneda: la demagogia hecha sobre un pueblo profundamente inculto que se deja
manejar por cualquier eslogan» (recogido por Hernández 1982, 73). Impecable.
Voluntad de ser. Éste es en realidad nuestro nudo
gordiano. Si todavía, aunque no sabemos por cuanto tiempo, parte del pueblo
castellano se siente como tal, lo cierto es que no existe una clara voluntad de
serlo con todas las consecuencias. Para la inmensa mayoría de castellanos su
dato primario de autoidentificación es España. Pero la transformación de nuestra
lamentable realidad pasa por remover todos los fundamentos sobre los que ésta se
ha construido. En su libro El nacionalismo: Última oportunidad para
Castilla, Pablo Mañueco escribía hace años: «Explicar los motivos por los
cuales se asume el nacionalismo castellano es conocer la penosa realidad del
momento, nuestra destrucción como pueblo, nuestro aniquilamiento como nación,
nuestra degradación cultural y económica, nuestra dependencia total del
centralismo. Si prende el nacionalismo en este fortísimo País, si las gentes de
Castilla vuelven a sentirse un Pueblo colectivo y solidario será como un fuego
purificador e imparable que lo arrasará todo: la sangría humana que nos
desertiza aceleradamente, la succión económica que aplasta nuestras tierras y
transporta nuestro dinero fuera del País, la marginación política y cultural que
nos relega a simple coto de caza electoral de los políticos de Madrid. La
nuestra ha de ser una lucha a muerte con la muerte, con la despoblación, con la
indigencia, que haga posible nuestra construcción nacional y nuestra
supervivencia. Éste es el nacionalismo que necesitamos, no el de los
regionalistas de las descentralizaciones teledirigidas, no el de los burócratas
de los partidos centralistas, sino un nacionalismo castellano que conceda al
pueblo de Castilla la capacidad de autogobernarse por sí mismo, que afronte el
presente con espíritu de lucha y que acabe con la esquilmación que siglos de
centralismo político y décadas de moderno capitalismo económico han provocado en
Castilla».
Poco, nada en verdad, han cambiado las cosas
desde que fueron escritas estas líneas. Pero sí que es éste el espíritu con el
que los castellanos hemos de afrontar nuestro futuro. El futuro de una Castilla
entera, desde las costas de San Vicente y Laredo hasta las estribaciones de
Sierra Morena y desde los montes de León hasta el Sistema Ibérico, el futuro de
un pueblo unido y libre, confederado con el resto de pueblos de España y Europa.
El sueño y la esperanza de una humilde castellana. Lluís Llach
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